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“El padre fue un buen tipo!. Ese sí que era buen tipo, no como ésstos acá… Miralos… Si el viejo los viese se vuelve a morir, mirá…Sabés que todos todos los viernes nos invitaba a tomar un vermú en el Tokyo Bar, después del laburo?…”
El dueño y a la sazón fundador de la empresa seguía todo el estereotipo. Empezó sin un duro en el bolsillo, pero como gallego testarudo que era, al comienzo burreaba doce horas, trabajando de sol a sol… Y cerca del final… también…
Posiblemente esa haya sido una de las principales diferencias que tenía con dos de sus tres hijos, los que ya no tenían taaaantas intenciones de llegar al alba y de irse cuando oscurecía. Pretendían un horario más o menos normal, de dueño que a veces tiene que quedarse, pero tampoco la pavada. O directamente que no quieren siquiera ir a la empresa.
Los voy a llamar por sus iniciales, a los fines de no herir la susceptibilidad ni el orgullo de nadie: A., es el primero. B, el segundo y C la gurrumina (las iniciales son las del alfabeto, no la de sus nombres por si no lo habían notado).
Dice el viejo (está vivo, por si pensaban lo contrario, solo que ya casi no va a la empresa) de A que es el único que vale la pena. Que ni a B ni a C le interesa un comino el negocio (de hecho, por más que sus comentarios estén teñidos de historia/fantasías familiares algo de razón tiene porque B es un genial tatuador y C va por su cuarto crío, y mucho tiempo no tiene tampoco). El asunto pasa en poder determinar qué fue lo que pasó o fue pasando para que estos dos últimos no quieran saber nada con la empresa porque si uno se queda solamente con los dichos del viejo, tranquilamente podría pensar que estos dos son medio fiacunes y no quieren trabajar.
B: “La primera vez que pisé el negocio de papá habré tenido unos cinco años. Miraba para todos lados y tenía miedo de las máquinas por el ruido que hacían. Él me decía que no sea pavo. Que las máquinas no me iban a hacer nada si me fijaba bien por donde caminaba… Pero bueno, se ve que no fue suficiente porque le agarré cierta fobia a la empresa y recién pude volver a mis veintidós, cuando tenía que escribir un documento para la Facu. En ese momento me súper enganché con la fábrica… Por ahí mi error fue haber pecado de adolescente, porque veía todas las cosas que se estaban haciendo mal, se las decía a mi viejo y se enojaba. Me contestaba que le había costado mucho llegar hasta ahí, y que quien era yo que venía con tantos humos a dar órdenes… Tuvimos días de paz, en los que se podía conversar re bien y otros de guerras totales. Me banqué diez años trabajando a la par suya pero me hartó. Le pedí mi parte y con eso monté el
negocio que tengo hoy en el centro. Tatúo, manejo mis horarios, hago lo que me gusta y no tengo que escuchar gritos o reclamos todo el tiempo…”
C. no quiso dar su testimonio para esta crónica. Evidentemente, además de sus pocas ganas de hacer saber su historia a los demás, ha de ser cierto que tiene algún que otro rasgo paranoide.
A. es, al decir de su papá, su único sucesor. Curiosamente (o no tanto) es el más parecido a él, y no solo físicamente me refiero. Son similares hasta en las rabietas. Piensan que los empleados son como sus hijos y que hay que aconsejarlos hasta en tomar o no un crédito. Que la única forma de trabajar es sacrificándose de sol a sol y que “ya habrá un tiempo para disfrutar” (el que, en definitiva, nunca llega…).
A. comenzó llevando y trayendo paquetes de la oficina al centro y de a poco fue pasando por todos los puesto de la organización lo que explica que, a la fecha, les enrostre a ciertos empleados desganados que él hacía lo mismo en la mitad de tiempo y sin tanto rezongar…
Lazos familares o Collar de ahorque
Sin dudas que las empresas familiares han y siguen dando mucha tela para cortar, y pensar. El relato que ilustra este texto está atravesado por una de las palabras más tabúes, repetidas y sintomáticas de estas organizaciones: La Sucesión.
El hecho de formar parte de una familia ya de por sí es un tema que ha mandado al diván a más de uno, y si a eso le sumamos que maman todos de la misma teta el asunto asume ribetes cuasi dramáticos que si no son hablados pueden volverse trágicos.
Los miembros de una empresa familiar se sienten doblemente afectados. En primer término, porque se trata de sus afectos (amores u odios). Y luego, porque lo que sucede en el escritorio trasciende la mayoría de las ocasiones tales fronteras llegando hasta a los mismísimos ravioles de la nona, cansada de escuchar las mismas cantinelas cada vez que se juntan. Y ese trascender los afecta, no resultándoles en nada indiferente.
Entonces, en este y otros casos similares es indispensable trazar ejes críticos, sobre los cuales cimentar los vínculos.
1. Como trabajo y deseo están indisolublemente ligados, de su armónica unión depende nuestro bienestar psíquico. Si nos forzamos a amar una empresa porque es de papá la resultante será similar a la de esos casamientos por obligación del siglo pasado: solo tendremos frustración e infelicidad.
2. Hacernos responsables de la vida que queremos darnos, en primera instancia como sujetos, y luego como miembros de la familia. Esto implica asumir de manera activa aquello que realmente nos apasiona, sean los números, la belleza o la contemplación.
3. Si Ud. se encuentra en el lugar del fundador, no pretenda crear clones suyos. Sea respetuoso de la individualidad de cada quien y aprenda a tolerar diferencias, puntos de vista distintos y enséñeles a aportar desde su saber a la Compañía.
4. Transmítales sus experiencias. Las buenas, las malas y las que ni fu ni fa. Sepa que las mejores enseñanzas son aquellas con conllevan carga emotiva.
5. Finalmente, asuma que su empresa, hecha a su imagen y semejanza, no necesariamente lo trascenderá. Resultará así francamente un alivio para Ud. comprender cabalmente que una Compañía está viva solo cuando las personas que la componen le aportan su entusiasmo diariamente. Y cuando eso no suceda, que pase como con todo final que le sucede a lo vivo. Y como dice Frankl: ”La muerte solo puede causar pavor a quien no sabe llenar el tiempo que le es dado a vivir”.
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